20 de septiembre de 2010

Nubarrones

Moscú, 12 de Mayo de 1941

De verdad que cuesta escribir. Cuando recibí este cuaderno – o diario, como insiste en llamarlo mi madre – pensé en escribir cada día, pero las obligaciones escolares, el club de ajedrez, las charlas vocacionales en la escuela, o los cursos del Komsomol, no dejan tiempo para nada más. Y el tiempo disponible, en verdad, lo pasamos pegados a Radio Moscú, ya que cada día parece agravarse la guerra en Europa. No temo por el país, porque nuestros dirigentes han sabido mantenerse al margen, a partir del pacto que firmó el ministro Molotov, pero hace poco ya estuvimos preocupados por la situación en Finlandia y Polonia, que si bien resultaron en victorias aplastantes, como leíamos en el Pravda, las consecuencias de la guerra nos han tocado de cerca; por ejemplo Vadim, el hijo de la Señora Olga, nuestra vecina del quinto piso, pereció en uno de esos frentes, aunque no recuerdo cual. Era solo un reservista, con solo 18 años cumplidos, y que soñaba seguir el destino de su padre, a quien  no conoció. Una vez recuerdo haber hablado con Vadim, en otros tiempos ya, cuando compartíamos todos los niños de este grupo de apartamentos, y jugábamos a comparar los oficios de los padres. Todos hablamos de los nuestros, hasta que llegó su turno; él no había conocido a su padre, o por lo menos, no lo recordaba ya, sino solo por las ajadas fotografías que su madre conservaba, y que al día siguiente nos mostró, sacándola de la pequeña cajita sobre la cómoda en la que su madre guardaba sus joyas y fotografías. Recuerdo que era un hombre normal, de barba y anteojos, muy parecido al compañero desaparecido de Lenin, Trotsky. Estaba enfundado en un abrigado capote militar, y viendo nuestra curiosidad, nos contó que había peleado con el ejercito rojo en contra de los blancos, y que había perecido después detenido en Siberia, aunque nunca nos aclaró el porqué, aunque ahora pienso que quizás ni él lo sabía con certeza. Pero a pesar de las nebulosas, seguía siendo un héroe de la revolución para él. Pero ambos están muertos ya, y la Señora Olga, con su semblante cada vez más oscuro, tristemente parece que la vida la abandona, y quizás no tarde en reunirse con ellos, en el cielo que mi abuela siempre señala.

El Pravda y el Izvestia cubren las noticias de África, donde el general Rommel parece estar venciendo a los británicos en Tobruk. No puedo imaginar lo duro que debe ser para cualquier soldado pelear en ese calor infernal, tan seco. No conozco el desierto, pero sé como se calientan las máquinas, desde aquella visita a la fábrica de tractores por los organizadores de las escuelas vocacionales. También los británicos deben pasarlo mal en su capital, ya que la Luftwaffe bombardea continuamente Londres, y las muertes de civiles aumentan dramáticamente, como dicen en la trasmisión de la BBC, aunque también tienen el ánimo por las nubes. Son muy valientes. Pero no puedo evitar pensar si bombardearan Moscú, y el daño que harían no solo a las personas, sino que a las cúpulas de las iglesias, o a los edificios históricos. Espero que la guerra no llegue a nuestra tierra.

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