15 de septiembre de 2010

El inicio de este diario…

Moscú, 05 de Mayo de 1941

Mi décimo octavo cumpleaños. Ha sido una pequeña celebración en casa, con mis padres y hermanos, y por supuesto el tío Vasily, llegado hace dos días desde su puesto como guardián en un regimiento siberiano (aunque nunca habla muchos sobre su trabajo), y que siempre coinciden sus permisos con mi fiesta. A pesar del largo viaje, se las ha arreglado para traernos unas rica pieles de marta que ha entregado a mi madre, y quien las usará para un par de nuevos ushankas, ya que no es mucho más lo que puede hacerse por el pequeño tamaño de las pieles de estos animalitos. Aunque debo decir que me apena sacrificar animales para vestir al hombre, y más aun cuando podemos abrigarnos de otra manera. Bueno, no es la primera vez que pienso esto, aunque ya no voy tan lejos como para decirlo en público, después de la experiencia en la escuela, hace unos meses, en donde hablábamos del poder de nuestro país y las comodidades que hemos adquirido, para lo cual me mostré un firme partidario en que las mentes más brillantes de nuestro país debían buscar la forma de evitar el sufrimiento del hombre, a lo cual se hizo un silencio en la sala, que señor Artyom, nuestro maestro, buscó romper señalando que las necesidades de los hombres son superiores a la de los animales. Quizás estaba en lo cierto, pero como siempre nos hablan de la revolución y del futuro nuevo hombre, no puedo dejar de pensar en las cualidades que podrían tener estos nuevos representantes del género. Pero ante la incomodidad, es mejor no decir más; es como cuando los abuelos nos hablan de la época zarista, casi siempre en susurros, sobre la pasada guerra mundial, en como lucharon, y como todo acabó con la revolución, aunque en sus palabras siempre existe un dejo de nostalgia, no por el fasto de la monarquía, sino por lo que me parece es el consuelo de la fe ortodoxa, hoy proscrita. A pesar de que cuando era aun mas joven, mi abuela Olga me contaba sobre la biblia y rezos, hoy parece rehuir el tema; aun así carga su cadena de plata con una bella cruz que, según me dijo, el propio Patriarca Tijon de Moscú bendijo en 1922, antes de su muerte, y a quien consideraba un santo,- a diferencia de ese Sergei –, el actual Patriarca, - pero que de santo no tiene nada – me decía.

Como siempre, la fiesta fue agradable, y lo más esperado fue el pastel que cada año mi madre prepara con esmero. Luego, como siempre, comenzó la procesión de los regalos. El primero fue de mi padre: una nueva maquina de afeitar, pero de cabezal más amplio, como la que usa cada mañana; quizás me da a entender que soy mayor para él. Mis hermanos me regalan unos pliegos de estampillas, cuyas imágenes recrean tanto una colección de tractores, con paisajes de los Urales, así como una muestra de antiguos grabados del Kremlin de Kazán; será una gran adición a mi colección filatélica. Y para el final dejé el regalo de mi madre, que es donde escribo ahora: un bonito cuaderno de composición, de tapas de tela verde con bordes de un bonito cuero café oscuro. Seguramente lo compró en aquellas librerías de la ulitsa Propovka. Recuerdo su sonrisa cuando vio mi cara de sorpresa al romper el papel oscuro en el que venía envuelto el cuaderno – el diario – me corrigió. Y añadió – cada buen hombre debe ser capaz de llevar una detallada cuenta de sus acciones, sobre lo que dice y hace. Así es más fácil que aprenda de sus errores – me dijo con una natural solemnidad, inusual en ella. Por eso es que esta misma noche he decidido tratar de escribir aquellas cosas que son importantes, más aun en estos convulsos tiempos, que parecen afectar a todo el mundo.

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