13 de septiembre de 2012

Una mañana de agosto.

15 de agosto de 1941
Dos días de descanso, sin contar el traslado por supuesto. En total cuatro días, en un viaje cortesía del duro sistema de trenes del estado. Llegue a la fachada de mi edificio luego de sortear bastantes controles, defensas antiaéreas, ancianos con palas cavando trincheras, niños jugando a disparar al enemigo... la ciudad simplemente se había transformado. Bullía en ella una especie de frenesí combativo, que aunque emocionaba y entusiasmaba, no podía disipar la grave amenaza que se cernía sobre nuestra capital. El duro contraste entre la vida del cuartel y las más urbana y relajada de la capital quedó en entredicho frente a las noticias que nosotros escuchábamos en los bandos militares en comparación con aquellas emanadas de la radio civil. La ausencia de veracidad en las noticias bélicas de la radio estatal me heló los huesos; pensé que era un crimen enviar a pelear a tantos sin siquiera poder elegir en base a una información veraz. Pero bueno, la situación lo requiere, y debemos seguir luchando hasta el ultimo hombre, como lo reza nuestro camarada Stalin.
Demoré unos minutos en darme el suficiente valor para cruzar el umbral del edificio. Vi que algunas de las casillas se encontraban atiborradas de volantes, signo inequívoco de que sus moradores habían abandonado la ciudad en las primeras semanas... después era imposible que lo hicieran, dada la prohibición establecida por el camarada Stalin de abandonar la ciudad. Subo los escalones, despacio, hasta llegar a la puerta del departamento. Siento una extraña emoción al sentir como los pasos se acerca a la puerta segundos después de haber llamado con mis nudillos, que inconscientemente han tocado con el ritmo de años... la luz aparee tras la puerta abierta, y los azules ojos de mi madre se llenan de lagrimas al verme. Luego el silencio absorbe todo, mientras solo atino a abrazarla...