23 de septiembre de 2010

Preocupación

Moscú, 18 de mayo de 1941
Esta noche me cuesta conciliar el sueño. Nos hemos acostado tarde, conversando sobre el tema que ya es común al final de cada cena: la guerra y su alarmante progreso. Las ondas de la BBC nos dejan mudos ante los horrores de los bombardeos de Londres, que solo podemos imaginar, ya que la mayor parte de los diarios solo consignan texto en sus noticias. El abuelo Sergo fuma pensativo su pipa, y como todos los días, espera el final del reporte radial para, luego de un profundo suspiro, hablarnos de los horrores de la guerra, que el vivió en carne propia cuando luchaba contra los blancos del Almirante Kolchak y sus cosacos, dirigidos por el sanguinario General Kappel. – La guerra solo trae paz a los que mueren – era su argumento favorito, aunque pensándolo bien, algo de lógica tenía. Luego de su frase, volvía a sumirse en sus profundos silencios, solo interrumpidos por el crepitar del tabaco de su pipa con cada nueva aspiración. Por su parte el tío Vasily, que si bien era solo un guardia, algo sabía de la guerra, nos hablaba del coraje de los pilotos alemanes, ya que debían volar mucho para combatir solo unos minutos en Londres antes de que en sus tanques de gasolina solo quedaran vapores. –Además – agregaba – si los derribaban caerían de inmediato como prisioneros, sin chances de ser rescatados – decía, y luego bebía un pequeño trago de vodka, y luego agregaba – bueno, los pilotos ingleses no lo han hecho mal después de todo – decía, filosófico, para agregar - aunque los nuestros son mejores – sin mucha humildad, mientras terminaba de aplastar los restos de su cigarrillo en el cenicero de latón. Yo, incapaz de opinar mucho ante mi total desconocimiento práctico de la guerra, y más aun cohibido ante la experiencia de mi abuelo y de mi tío, solo atinaba a mirar a mi madre, que se frotaba las manos, y luego se tomaba el rostro, pensativa, para luego mirarme, y sonreír. Me imagino que pensaba que ocurriría si hubiese guerra en Rusia, más aun sabiendo que por mi edad sería de inmediato llamado a filas. Traté de decir algo, para disipar esa miraba triste, pero no supe que decir; suerte que el informativo comenzaba su segunda parte, y hablaba esta vez de la heroica defensa de las fuerzas de la Commonwealth de Tobruk, duramente asediada por el Afrika Korps del General Rommel, señalando a continuación el numero de bajas, que siempre eran menores a las de los alemanes, aunque pensé que si escucháramos radio Berlín, el informativa sería lo mismo, solo cambiando de bando. Ojalá no llegue a nuestra tierra esta locura.

20 de septiembre de 2010

Nubarrones

Moscú, 12 de Mayo de 1941

De verdad que cuesta escribir. Cuando recibí este cuaderno – o diario, como insiste en llamarlo mi madre – pensé en escribir cada día, pero las obligaciones escolares, el club de ajedrez, las charlas vocacionales en la escuela, o los cursos del Komsomol, no dejan tiempo para nada más. Y el tiempo disponible, en verdad, lo pasamos pegados a Radio Moscú, ya que cada día parece agravarse la guerra en Europa. No temo por el país, porque nuestros dirigentes han sabido mantenerse al margen, a partir del pacto que firmó el ministro Molotov, pero hace poco ya estuvimos preocupados por la situación en Finlandia y Polonia, que si bien resultaron en victorias aplastantes, como leíamos en el Pravda, las consecuencias de la guerra nos han tocado de cerca; por ejemplo Vadim, el hijo de la Señora Olga, nuestra vecina del quinto piso, pereció en uno de esos frentes, aunque no recuerdo cual. Era solo un reservista, con solo 18 años cumplidos, y que soñaba seguir el destino de su padre, a quien  no conoció. Una vez recuerdo haber hablado con Vadim, en otros tiempos ya, cuando compartíamos todos los niños de este grupo de apartamentos, y jugábamos a comparar los oficios de los padres. Todos hablamos de los nuestros, hasta que llegó su turno; él no había conocido a su padre, o por lo menos, no lo recordaba ya, sino solo por las ajadas fotografías que su madre conservaba, y que al día siguiente nos mostró, sacándola de la pequeña cajita sobre la cómoda en la que su madre guardaba sus joyas y fotografías. Recuerdo que era un hombre normal, de barba y anteojos, muy parecido al compañero desaparecido de Lenin, Trotsky. Estaba enfundado en un abrigado capote militar, y viendo nuestra curiosidad, nos contó que había peleado con el ejercito rojo en contra de los blancos, y que había perecido después detenido en Siberia, aunque nunca nos aclaró el porqué, aunque ahora pienso que quizás ni él lo sabía con certeza. Pero a pesar de las nebulosas, seguía siendo un héroe de la revolución para él. Pero ambos están muertos ya, y la Señora Olga, con su semblante cada vez más oscuro, tristemente parece que la vida la abandona, y quizás no tarde en reunirse con ellos, en el cielo que mi abuela siempre señala.

El Pravda y el Izvestia cubren las noticias de África, donde el general Rommel parece estar venciendo a los británicos en Tobruk. No puedo imaginar lo duro que debe ser para cualquier soldado pelear en ese calor infernal, tan seco. No conozco el desierto, pero sé como se calientan las máquinas, desde aquella visita a la fábrica de tractores por los organizadores de las escuelas vocacionales. También los británicos deben pasarlo mal en su capital, ya que la Luftwaffe bombardea continuamente Londres, y las muertes de civiles aumentan dramáticamente, como dicen en la trasmisión de la BBC, aunque también tienen el ánimo por las nubes. Son muy valientes. Pero no puedo evitar pensar si bombardearan Moscú, y el daño que harían no solo a las personas, sino que a las cúpulas de las iglesias, o a los edificios históricos. Espero que la guerra no llegue a nuestra tierra.

15 de septiembre de 2010

El inicio de este diario…

Moscú, 05 de Mayo de 1941

Mi décimo octavo cumpleaños. Ha sido una pequeña celebración en casa, con mis padres y hermanos, y por supuesto el tío Vasily, llegado hace dos días desde su puesto como guardián en un regimiento siberiano (aunque nunca habla muchos sobre su trabajo), y que siempre coinciden sus permisos con mi fiesta. A pesar del largo viaje, se las ha arreglado para traernos unas rica pieles de marta que ha entregado a mi madre, y quien las usará para un par de nuevos ushankas, ya que no es mucho más lo que puede hacerse por el pequeño tamaño de las pieles de estos animalitos. Aunque debo decir que me apena sacrificar animales para vestir al hombre, y más aun cuando podemos abrigarnos de otra manera. Bueno, no es la primera vez que pienso esto, aunque ya no voy tan lejos como para decirlo en público, después de la experiencia en la escuela, hace unos meses, en donde hablábamos del poder de nuestro país y las comodidades que hemos adquirido, para lo cual me mostré un firme partidario en que las mentes más brillantes de nuestro país debían buscar la forma de evitar el sufrimiento del hombre, a lo cual se hizo un silencio en la sala, que señor Artyom, nuestro maestro, buscó romper señalando que las necesidades de los hombres son superiores a la de los animales. Quizás estaba en lo cierto, pero como siempre nos hablan de la revolución y del futuro nuevo hombre, no puedo dejar de pensar en las cualidades que podrían tener estos nuevos representantes del género. Pero ante la incomodidad, es mejor no decir más; es como cuando los abuelos nos hablan de la época zarista, casi siempre en susurros, sobre la pasada guerra mundial, en como lucharon, y como todo acabó con la revolución, aunque en sus palabras siempre existe un dejo de nostalgia, no por el fasto de la monarquía, sino por lo que me parece es el consuelo de la fe ortodoxa, hoy proscrita. A pesar de que cuando era aun mas joven, mi abuela Olga me contaba sobre la biblia y rezos, hoy parece rehuir el tema; aun así carga su cadena de plata con una bella cruz que, según me dijo, el propio Patriarca Tijon de Moscú bendijo en 1922, antes de su muerte, y a quien consideraba un santo,- a diferencia de ese Sergei –, el actual Patriarca, - pero que de santo no tiene nada – me decía.

Como siempre, la fiesta fue agradable, y lo más esperado fue el pastel que cada año mi madre prepara con esmero. Luego, como siempre, comenzó la procesión de los regalos. El primero fue de mi padre: una nueva maquina de afeitar, pero de cabezal más amplio, como la que usa cada mañana; quizás me da a entender que soy mayor para él. Mis hermanos me regalan unos pliegos de estampillas, cuyas imágenes recrean tanto una colección de tractores, con paisajes de los Urales, así como una muestra de antiguos grabados del Kremlin de Kazán; será una gran adición a mi colección filatélica. Y para el final dejé el regalo de mi madre, que es donde escribo ahora: un bonito cuaderno de composición, de tapas de tela verde con bordes de un bonito cuero café oscuro. Seguramente lo compró en aquellas librerías de la ulitsa Propovka. Recuerdo su sonrisa cuando vio mi cara de sorpresa al romper el papel oscuro en el que venía envuelto el cuaderno – el diario – me corrigió. Y añadió – cada buen hombre debe ser capaz de llevar una detallada cuenta de sus acciones, sobre lo que dice y hace. Así es más fácil que aprenda de sus errores – me dijo con una natural solemnidad, inusual en ella. Por eso es que esta misma noche he decidido tratar de escribir aquellas cosas que son importantes, más aun en estos convulsos tiempos, que parecen afectar a todo el mundo.